El tren del domingo a las 6 de la tarde

No reconozco algún pony, algún columpio, algún niño. Todo es tan pequeño. La resbaladilla ya no es la furiosa estructura que sólo podía subir y bajar mi hermana mayor. El tren, ¿por qué no espero el tren?; ya no me distraigo, ahora camino.

No quiero churros, papas, rehiletes, esos-para-hacer-burbujas, algodón de azúcar; no quiero jugar a las canicas y ganar siempre una alcancía, ni subir a la avioneta que huele a chivos. Esto ha cambiado. Hoy, sólo vine a tomar un raspado, uno de plátano, por los viejos tiempos.

Ahora descubro que el raspado es de vainilla, el plátano es extra; sé, además, cuánto cuesta: 8 pesos (antes lo compraba papá). Pasa el tren por el túnel amarillo; como que no es el mismo -el de antes- (me angustio), éste no hace temblar el suelo de mi caja torácica.

Pero algunas cosas siguen igual: el lobo todavía no se ha comido a los cochinitos; los liliputienses se asombran con el gigante; todavía ahí viene la “A”.

Las rodajitas de plátano se empeñan en subir por el popote, empiezo a recordar dónde estoy. Allá están los juegos de paga. Maldigo la “estatura máxima” que no me permite darle una lección al gordito de la cuatrimoto que se burla de los otros conductores. Uy chavo, si tuviera 14 años menos: no te la acabas.

Un suicida demasiado obvio espera que su madre corra para sacarlo de la vía del tren; un hada-madrina camina y deja una estela de burbujas. Sonrío. Los niños no saben del lenguaje institucional del parque (“cuida jardines y parques”, “disfruta la naturaleza”), gritan, ríen, corren: saben que es domingo, que la escuela está saliendo por el poniente y que el mundo se oscurece.

Convivencia Infantil se abrió al público como Convivencia Infantil en abril de 1982, antes era el zoológico y también el Parque Madero, todavía se distinguen aquellas que fueron las jaulas, ahora con dinosaurios y con Hernán Cortés en “pláticas” con los mexicas.

El plátano al fin sube por el popote. Ahora sí: vamos a tomar el tren.

No recuerdo dónde está la Estación, pero ya sé leer. Pago seis pesos a la desconfiada señora que me da el boletito (tal vez no puede creer que no haya una chica linda que me despida agitando un pañuelo moquiento).

Raro. Cuatro homosexuales no se deciden en qué horario abordar. Yo quiero gritar: ¡el tren de las 6 se va!, y sonar un silbato; quiero ser el maquinista. Siempre quise ser el maquinista. Comparto el vagón con una señora, su esposo y sus hijos; la señora dice al ver la banda de gays: “no, no, ya no hay lugar, que se suban en el otro”. El boletero responde con voz machina: “he subido a unas más locas, son mis amigos”. ¡Adentro!, el boletero (¡increíble!, porque no tiene falda, ¿verdad señora Mocha?) es alegre también. Bueno, cada quien. A mí me preocupa el tamaño de mi camarote.

Rechina. El motor enciende. Jaloneos. La máquina tartamudea.

¡Hasta pronto! ¡Escribiré al llegar!

¿Qué, ya nadie dice adiós? A su derecha puede usted ver el castillo al que se le cae la pintura, a su izquierda los graffitis en el teatro Emilio Rabasa; aquí, vea usted: un árbol. Más acá: una chica sexy. Qué importa el paisaje.

¡El túnel! ¡El túnel! Me preparo. Comprimo los resortes –los que me quedan y aún sirven- de la infancia. Soy un mara salvatrucha, soy un vendedor de jabón, soy un trotamundos, soy un soldado del General Emiliano Zapata, soy un minero de Cananea. Soy un niño con ropa de domingo.

Qué importa que el tren sea incorruptible y nos deje donde lo abordamos. Lo importante –señor, señora- es la velocidad con que se viaja a cuando éramos niños.


Martín Vargas