Cosmogonía zapoteca: Tamayo

por José Cueli


Antonin Artaud, en su libro El teatro y su doble (Editorial Hermes), explica cómo en el teatro oriental no hay un lenguaje hablado sino de gestos, actitudes y signos que, desde el punto de vista del pensamiento en acción, tiene tanto valor expansivo y revelador como el otro. Y así es como en Oriente este lenguaje de signos se valora más que el otro, atribuyéndole poderes mágicos inmediatos.


Aun cuando la puesta en escena no contara con el lenguaje de los ademanes, que iguala y supera al de las palabras, cualquier puesta en escena muda, con su movimiento, sus personajes múltiples, sus luces, sus decorados, “podría rivalizar con pinturas como Las hijas de Lot, de Lucas de Leiden, ciertos Aquelarres, de Goya; Resurrecciones y Transfiguraciones del Greco; como La tentación de San Antonio, de Jerónimo Bosch, y la inquietante y misteriosa Dulle Griet, de Breughel el Viejo, donde una luz torrencial y roja, aunque localizada en ciertos sectores de la tela, parece brotar por todas partes, y bloquear a un metro de la tela, por medio de no sé qué procedimiento técnico, el ojo petrificado”. Me parece que en algunas de las pinturas de nuestros creadores se repite este mecanismo, como en los cuadros de Rufino Tamayo en que aparece la cosmogonía de herencia zapoteca.

En sus telas, tintas y texturas hay la musicalidad de su pintura que fue sensibilidad y magia, heredada de los zapotecas y que lentamente se fue revelando en sus cuadros para que se expresara el espíritu, como esencia brujeril que brilló en sus lienzos, joyas de piedras de mil colores, acariciadas con su pincel para descubrir nuevos colores en un rastreo del origen que le revelaba otra novedad de colores con sus alegres fantasmas de formas caprichosas que se iluminaban con suaves resplandores casi imperceptibles, como cortinas de gasa transparentes para ofrecerse a la mirada curiosa deslumbrada por su luz.

Asimismo la rajada femenina en las medias lunas y las cortadas sandías rojas, muy rojas, en la que se adentró para cabalgar en la bóveda celeste con sus globos de chillones colores, que se confundían con las estrellas y su arco iris, del que sobresalía su rosa mexicano, como conjunción del sol y la luna, y el rojo como el fuego que todo lo consumía· y extendía sus lenguas para, sin que supiese de dónde, lo atraparan y arrastraran formas y colores caprichosos y fantásticos que se le revelaban como un nuevo sol que volteaba encendido para articular espacios, espíritus, gentes, naturalezas.

Después de estas revelaciones de don Rufino aparecen sus mujeres –búsqueda del origen con nuevas revelaciones–, originalidad que fue otra musicalidad y que no buscaba el poder, sólo el amor que integrara lo provinciano con lo capitalino, la sensualidad con la ternura, el pecado con la virtud, los buenos modales con lo vulgar, las llanuras con el desierto y que por su verdad, trascendieran en una radiografía que tornó manifiestos los fragmentos latentes de una nacionalidad escindida que encubrió en sus cuadros, pero que permanentemente lo desbordaban: la necesidad de idealizar para negar escisiones pasando de la omnipotencia a la degradación en revelaciones que iluminaban.

Allí estaban las dos vidas que escindido vivió entre su maternal Oaxaca zapoteca, poliedro de luz tallada y que tanto amó, y de la que nunca se separó hasta quererse fundir en ella con el rumor silencioso de su aire, el repiquetear de sus campanas, el color del mercado y el sonido del resbalar de los rosarios en las manos del mujerío y la tía, en su paso reposado como acólito en las misas matinales, y la otra vida entre los sones de la ciudad, las academias de arte, su vida farandulera, los frenos y ruido de cláxones y gritos de pregoneros, voceadores y merolicos que se integraban con armonía se podían diferenciar cada uno con su tono propio y sentimiento especial, algunos intensos y otros casi invisibles, igual a prolongadas vibraciones que flotaran por el espacio como largos sollozos.

Nostalgia de los borrachos de la plaza del pueblo y las vendedoras de sandías, mangos, piñas y mameyes relucientes; perros ladrando al sol, tigres mordiendo las rosas, caballos que corrían y corrían sin detenerse, mientras los árboles, rocas, llanuras y pequeños caseríos pasaban a su lado como exhalación, antes de que Rufino Tamayo llegara a la ciudad de México y los universalizara con todo y la nostalgia que siempre le acompaño, de su madre muerta y su natal Oaxaca con sus alegres campos cubiertos de textura verde maguey, y más acá, los desiertos sin límites, donde por las noches se carbonizaba el sol oaxaqueño, ese sol que nunca perdió, y fue su Dios.

Variaciones acerca de un tema y colores que se reúnen unos con otros, como se reúnen las ideas latentes de un sueño y que ya reunidas forman un inmenso y doloroso poema en el que cada color canta su dolor disfrazado de júbilo, y todas juntas se integran por medio de movimientos que son ritmo sandía; pensamiento que hierve callado en el ser de ese mexicano aparentemente común y corriente: Rufino Tamayo.

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